Bienvenides a la “Tercera sección”. Pese al chiste malo que juega con la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires, en este espacio no vamos a hablar de política. Sino que vamos a salir a explorar ese universo enorme e infinito de actividades recreativas, que suceden en el “tercer lugar”, según el término acuñado por Ray Oldenberg en 1989.

Oldenberg se refería a ese espacio que no es ni la casa ni el trabajo; todo lo que escapaba al dicho de Perón: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Además de que en 2024, pandemia mediante, podríamos cuestionar la diferenciación tajante entre el espacio laboral y el habitacional; la posibilidad de hacer cosas con otres es enorme.

El concepto original se refería, más que nada, a actividades gratuitas o muy baratas para hacer en espacios públicos. Si bien hay de eso en la Ciudad y mucho y lo vamos a explorar; la oferta de talleres, cursos, eventos culturales, pero también de actividades físicas, es infinita. El mundo de la recreación IRL (in real life, en la vida real, es decir, fuera de internet) es abrumadora.

No tengo cifras, pese a haberlas buscado; así que nos limitaremos a las posibilidades de la entrevista, la observación participante, la etnografía, nuestras experiencias para conocer este mundo.

Vamos a conocer la oferta, la demanda, los públicos, las anécdotas, las posibilidades que nos brinda esta nueva realidad post pandemia.
Bien sabemos que Buenos Aires, la ciudad de las librerías y los teatros, es reconocida por su profusa vida cultural. La ciudad que nunca duerme. Esa agenda de recitales que supo llenar páginas de suplementos de diarios impresos, que nos manchaban las manos de tinta. Las presentaciones de libros. Los grupos de lectura. Las clases de cerámica. Los ensayos de las murgas. Los grupos de gimnasia de la plaza. Los workshops de cocina. Los cientos de miles de talleres de escritura. Las escuelas de teatro. Los ateliers de artistas plásticos. Las oficinas del Palacio Barolo que esconden detrás de esas puertitas a decenas de personas que enseñan artes y oficios como encuadernación, costura y mil maravillas más.

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Cuando la pandemia golpeó las puertas del siglo XXI y muchos gobiernos decidieron implementar medidas de aislamiento social todo cambió. Los primeros días, todavía conmovidxs y llenxs de incertidumbre y miedo, nos asomábamos a las ventanas a las 9 de la noche y aplaudíamos en agradecimiento al personal sanitario.

Luego, encendimos las computadoras y los teléfonos pedían a gritos que, por favor, cada tanto los carguemos, reiniciemos, les diéramos un descanso. Aprendimos a usar Zoom y las aulas virtuales. Nos dimos cuenta de que trabajar en nuestras casas estaba buenísimo, pero que hacía diez días que estábamos con el mismo jogging. Alguien en Youtube nos enseñó a hacer masa madre y, de paso, encargamos un horno holandés para hacer el pancito ese medio ácido, con mucha burbuja. Nos convertimos en panaderxs, aprendimos oficios nuevos. Fito Páez hizo un vivo en Instagram que al día de hoy recordamos con nostalgia. Nos mandamos regalos de cumpleaños y hasta locro a través de rappitenderxs. De golpe, hacía frío y seguíamos ahí, sin cortarnos el pelo, sin ver a nuestrxs abuelos ni a lxs bebés que con su fuerza invencible seguían naciendo. Cuando llegó la primavera, las cosas empezaron a cambiar, un poco.

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Una de las cosas que más extrañé durante la pandemia fue la vida social, mi vida social. Ir a una lectura en un centro cultural un jueves, cenar el viernes con una amiga, el sábado ir al cine con mi esposa y después a ver adónde íbamos a cenar, el domingo ver a mi familia, el lunes ir al taller de escritura y no saber cuándo iba a volver a mi casa, el martes, tener una reunión para hacer una película sobre la novela, el miércoles ir a yoga y dormir temprano y vuelta a empezar. Extrañaba todo lo que pasaba cuando dejaba de ser una mujer trabajadora del siglo XX y empezaba a ser una joven de clase media ilustrada del siglo XXI.

Un poco por necesidad económica y mucho porque dar talleres es de las cosas que más disfruto en la vida, en abril de 2020 empecé a dar talleres virtuales; de escritura y de lectura. Al principio era raro hablar de amor, de teoría crítica los sábados a la tarde a través de la pantalla. Pero, con el tiempo, nos fuimos acomodando, acostumbrando.

Nos volvimos seres anfibios que leen, debaten, escuchan, vuelven a leer y los sábados se encuentran. Se sumaron compañerxs que viven a miles de kilómetros de distancia y algunxs a la vuelta de casa. Ésto era lo más raro: Saber que una compañera estaba a seis cuadras y no poder ir a tomar un café.

El taller de escritura fue mutando, quedándose dormido hasta despertarse en 2023, en el living de casa. Nos desperezamos un rato hasta tomar ritmo y seguimos escribiendo todos los jueves a las 19, cara a cara, en papel, con cositas ricas para comer.

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El fin de la pandemia fue una paradoja tras otra. Quizá no fue el fin de la pandemia y seguimos ahí, con neblinas mentales, COVID largos, streamings, fiestas por Zoom, trabajos para países que no podemos ubicar en el mapa y el desembarco de las inteligencias artificiales generativas.

Ahora pienso en mi agenda pre pandemia y me da vértigo de la cantidad de cosas que hacía, de lo poco que dormía, de lo mal que comía. Pero me armé una nueva agenda, muy de a poco, volví a escribir y a buscar talleres, aprendí a coser, a hacer fermentos, estoy haciendo la vertical en yoga y una vez hasta fui a un taller para aprender sobre colorimetría y cómo vestirme.

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¿Fuiste alguna vez a alguno de estos espacios? ¿Coordinás un taller, tenés una escuela de teatro, das clases de yoga? Escribime, quiero saber todo y contar tu historia.