Por Charo M. Ramos
Una inmersión profunda en la perturbadora niñez: «El buen mal» de Samanta Schweblin no es sólo una colección de cuentos, es un espejo que refleja las verdades más incómodas sobre nosotres mismes. Sin pantallas dañinas ni inteligencias artificiales ni monstruos que generen el peligro, Schweblin transforma lo cotidiano en un escenario de inquietud, explorando la vulnerabilidad infantil, los traumas silenciosos y la inminencia del desasosiego y la parálisis.
Desde “Siete casas vacías”, la obra de Samanta Schweblin ha ido consolidando su reputación como una de las voces más singulares de la literatura contemporánea en español, y su más reciente colección de cuentos, «El buen mal», no es la excepción. Publicada en marzo de 2025, esta compilación no sólo reafirma su maestría en el relato corto, sino que también ofrece una perturbadora inmersión en el mundo de la niñez, un espacio que, bajo la pluma de Schweblin, dista de ser un refugio de inocencia. A lo largo de sus seis historias, «El buen mal» explora la vulnerabilidad infantil, los traumas silenciosos y la intrusión de lo inquietante en las vidas de los más jóvenes, revelando cómo la experiencia temprana puede moldear de forma irreversible el destino, así como la casi total inoperancia de les adultes para responder.
La niñez como espejo de la fragilidad humana
Desde el arte tapa sabemos que el libro que tenemos en nuestras manos no va de cuentos sobre lechos de rosas, campiñas soleadas y alegres aventuras infantiles. Con el espectro de Silvina Ocampo rondando las páginas de El buen mal, Schweblin vuelve al formato cuento haciendo lo que mejor sabe hacer: mostrar de qué estamos hechas las personas, que no es solamente azúcar y flores y lindos colores.
En «El buen mal», Schweblin expone la vulnerabilidad de los personajes adultos, mientras que subraya de manera crucial la fragilidad inherente a la infancia. Las historias sumergen a quien lee en situaciones donde les niñes se ven expuestes a eventos inesperados que tuercen sus vidas para siempre, dejando una marca indeleble. A diferencia de un horror explícito, el desasosiego en la obra de Schweblin, y particularmente en este libro, emana de las complejidades de las relaciones humanas, del peso de lo no dicho y de la presencia sutil de fuerzas invisibles que moldean las acciones más cotidianas.
La autora construye personajes infantiles cuyas vidas se sienten cercanas y ordinarias, niñes que, al igual que les adultes, cuidan de lxs suyxs y comparten sueños y dolores. Sin embargo, son precisamente estos encuentros o circunstancias imprevistas los que alteran su existencia de forma drástica. Los errores de les adultes, o las consecuencias casi inevitables de la inherente fragilidad de la existencia, a menudo recaen sobre los hombros de les más pequeñes, convirtiéndoles en receptores de un «mal» que les transforma.
Relatos de Infancias Turbadas: Casos Emblemáticos en «El buen mal»
Si bien la colección no se centra exclusivamente en personajes infantiles, la presencia de la niñez y sus implicaciones se manifiesta de forma contundente en varios de los relatos, tejiendo un hilo temático que atraviesa el libro.
En «La mujer de Atlántida», Schweblin nos sumerge en la infancia de dos hermanas pre/adolescentes que, al explorar casas de playa vacías, encuentran a una poeta alcohólica en estado de casi abandono. La premisa, construida con recuerdos de la propia infancia de la autora, desemboca en una oscuridad insoportable. Aquí, la niñez se enfrenta a la figura del «cuidador culpable», donde la inocencia de las niñas se ve manchada por las consecuencias de sus intentos de ayuda y la irrupción de lo inesperado en lo cotidiano. La pérdida no es sólo un concepto abstracto, sino una experiencia vivencial para estas jóvenes.
Quizás el relato más impactante en la exploración de la niñez perturbada sea «El ojo en la garganta», frecuentemente señalado por críticxs y lectores como una «obra maestra» y una lectura «poderosa y emocional». Para mí fue casi indigerible; lo leí, pero me costó como tomar un batido de leche de almendras y clavos. Más allá de los detalles, el cuento explora la incomunicación entre padre e hijo, la vulnerabilidad infantil, la persistencia del trauma y cómo el horror se instala en lo cotidiano. La incapacidad de expresar el dolor o el cambio interno, magnificada por la condición del niño, resuena con la obsesión de Schweblin por el lenguaje fallido y lo no dicho. El cuerpo infantil se convierte en el lienzo de un sufrimiento que no puede ser articulado, un horror que se aloja en lo más íntimo y personal.
Schweblin misma ha expresado su escepticismo sobre la eficacia del lenguaje, afirmando que «nos falla todo el tiempo» y que expresar lo que una realmente piensa es «casi imposible». Esta insuficiencia del lenguaje se convierte en una «gran tragedia» que opera constantemente en el trasfondo de sus narrativas. En el contexto de la niñez, donde las herramientas para la expresión son a menudo limitadas, estos silencios y vacíos narrativos se vuelven aún más elocuentes y perturbadores. La autora confía en la inteligencia de quien lee para llenar activamente estos huecos y «leer entre líneas», una tarea que se vuelve crucial para comprender el impacto no verbal del horror en les niñes.
La habilidad distintiva de Schweblin para encontrar el horror en lo mundano y familiar es una constante que se refuerza en la colección. El desasosiego no surge de amenazas sobrenaturales explícitas, ni siquiera de los monstruos contemporáneos como groomers, IA generativas ni submundos digitales. El mal no surge sino de las sutiles distorsiones en las relaciones humanas y de la inquietante intrusión de lo extraño en la vida diaria. Este enfoque, al aplicarse a la niñez, convierte la cotidianidad infantil en un escenario de potencial peligro. La confianza y la inocencia propias de la infancia se ven confrontadas con una realidad que se tuerce de maneras incomprensibles, transformando el hogar o el entorno familiar en un espacio de inquietud. La normalidad, para Schweblin, es una «ficción», y son precisamente las fisuras en esa supuesta normalidad las que exponen a los niños a experiencias traumáticas.
La Literatura como Confrontación Inevitable
No es un libro para regalarle a alguien que busca una lectura pasatista, un recreo, ni menos aún literatura cozy o reconfortante. Por el contrario, leer “El buen mal” es una experiencia visceral que deja una profunda sensación de desasosiego. La obra funciona como un espejo que nos devuelve una confrontación inevitable con una imagen de la infancia que no es la edulcorada de las películas de Disney, las series de Netflix ni, mucho menos, de los programas de cable pensados para niñes.
En la actualidad se habla mucho de los problemas que traen las pantallas, la exposición a ciertos contenidos o intercambios que pueden poner en riesgo a les niñes –y es así–, pero en esta colección de cuentos, no hace falta ninguna mediatización para que riesgo aparezca, incluso para que les niñes muestren sus caras más oscuras y les adultes nos presenten su cara más desasosegada, más paralizada, más inútil frente a las calamidades de la vida misma.