Por Charo M. Ramos
Un poemario que es un canto de despedida, un ritual de duelo. Camila Mazía nos entrega una poesía cruda y personal, sin caer en la extimidad, celebrando la vida compartida y encontrando la fuerza en sus afectos.
Cuando Camila me escribió para pedirme que reseñe su libro me quedé pensando: es cierto que yo abrí la puerta para que me manden libros para comentar en este espacio; pero, a la vez, me pone en un aprieto, ¿y si el libro no me gusta? ¿y si hay algo que efectivamente hay que criticar de manera negativa? Bueno, por más vaso de agua en el que me haya ahogado momentáneamente, no tuve que responder a esas preguntas porque nada de eso pasó.
El primer poemario de Mazía es el canto de una hija a su padre, un llanto de despedida, un ritual, un duelo escrito. Claro que el tema es universal; y circulan ríos de textos en el mundo de hijas, hijos e hijes hablando de sus padres, de sus no padres, del padre que quisieron tener y no encontraron, les abandonó o, incluso, elles abandonaron. En el caso de Mazía, hubo un padre amoroso al cual la hija despide en esta serie de poemas, con una voz que es tan suya como universal es el tema.
Su formación en Sociología, en la UBA, no se deja ver –como colega lo digo: gracias a las diosas no se deja ver– en sus escritos. Los versos, libres, evitan los lugares comunes, las rimas, los tópicos esperados. Su duelo es suyo y nos lo comparte sin caer tampoco en la extimidad (Beatriz Sarlo, La intimidad pública, 2018); la autora nos entrega una poesía cruda y personal, pero su intimidad no se ofrece como un espectáculo para el consumo, sino como una puerta que se entreabre a un universo subjetivo y singular.
Cuando digo cruda no quiero que piensen en textos sombríos, oscuros, siniestros. Sino crudos, sin ser cocidos por la cultura, casi infantiles de tan genuinos. De hecho, aunque la palabra crudo suene fuerte, el universo de Mazía es más cercano al de Rosario Bléfari que al de Samantha Schweblin, si hay que ubicarla en algún lado.
Contemporánea de Martina Cruz, de Tamara Grosso, la poesía de Mazía va en ese camino, liviana, punzante, libre, llena de dolor, de tristeza y de alegría por haber compartido la vida con un padre que la hizo quien es. Una joven que nada en aguas dulces y revueltas, que encuentra allí, en sus amigues, en sus amores, la fuerza para ponerse a cantar.
Les comparto un extracto de “Donde las estrellas no se ven”, el poema que da título al libro: “Allá en el horizonte/ el mundo termina/ y reposan las preguntas /de las piedras// El cielo apaga el día,/ que la Tierra/ descanse por favor/ Esta es la canción/ que duerme a los monstruos” (Mazía, 2024, p. 48).