Por Charo Ramos
Atravesar la ciudad todos los días bajo tierra, apiñades como sardinas, es una realidad para quienes habitamos y transitamos Buenos Aires. Nos guste o no, hemos aprendido a aceptarlo, aunque cada día cueste más —y no solo por el valor del pasaje–. La pregunta es: ¿realmente tenemos que adaptarnos o simplemente lo hacemos porque no nos queda otra?
En 1913, Buenos Aires se convirtió en la primera ciudad del hemisferio sur en tener un subterráneo. La emblemática Línea A, construida por la Compañía Anglo-Argentina de Tranvías, unía Plaza de Mayo con Plaza Miserere a bordo de sus trenes de madera que todavía recuerdo con cierta nostalgia, aunque eran mucho más ruidosos en su traqueteo. Más tarde, se sumaron las líneas B y C en 1930 y 1934, respectivamente. Con el tiempo, el trazado urbano fue tomando forma, y hoy el Subte cuenta con seis líneas y el premetro –cuando funciona–. Sin embargo, los ambiciosos planes de expansión quedaron muy lejos: los prometidos 10 kilómetros de subte por año y las nuevas líneas que deberían conectar toda la ciudad se han desvanecido en el tiempo.
El Subte: La Lata de Sardinas Diaria
Hoy, 1,2 millones de personas nos amontonamos en esas latas de sardinas que son los vagones del subte, conviviendo con el chirrido de las vías, las frenadas bruscas y ese aire viciado. Viajar en subte tiene algo de surrealista, como ese olor que se parece al de un vestido vintage, olvidado por décadas en una valija de cuero. El vestido que hay que lavar una y otra vez hasta que el agua deje de salir marrón. Solo entonces, como si fuera una pequeña victoria, lo colgás al sol y finalmente ve la luz, como me enseñó Spoopy Sofi en Instagram. Así se siente el Subte: sucio, sofocante, pero inevitable.
El otro día, en un viaje hacia mi taller de escritura en la Línea D, el vagón estaba repleto. Un hombre con un carnet de discapacidad intentaba conseguir un asiento. Tardamos un minuto entero hasta que alguien finalmente reaccionó al pedido y se levantó, pero el señor, en realidad, necesitaba que el asiento estuviera del otro lado, probablemente para estar cerca de la puerta en la que se iba a bajar. Las caras de hartazgo no se hicieron esperar, como si pedir un asiento específico fuera un capricho. Y no, las personas que necesitan un asiento muchas veces requieren algo más: una comunidad que las entienda, que las apoye.
El Subte Como Refugio A Cielo Cerrado
Ayer, mientras iba a la oficina, conté a ocho personas durmiendo en el subte: en pasillos, descansos de escaleras, bancos, pisos y en los vagones. Una caja de cartón en el piso hacía las veces de cama, sobre un suelo que supo ser gris pero hoy es marrón, con manchas negras, azules y rojas. Estas personas, invisibles para muches, también forman parte de la rutina diaria del subte, pero su presencia nos recuerda lo lejos que estamos de ofrecer un viaje digno para todes.
Intenté quejarme por Twitter, pero desde que me robaron el celular en la escalera mecánica de mi estación, uso uno que no soporta la app. Irónicamente, el robo sucedió en ese mismo recorrido que hago a diario, donde nunca me había pasado nada en siete años, hasta que pasó. Tal vez era mejor dejar la queja para este espacio, donde al menos puede tener algo de sentido.
¿La Queja es Productiva?
Dicen que quejarse en grupo es terapéutico hasta cierto punto, pero luego todo se vuelve improductivo. Sin embargo, quiero que esta queja sea productiva, porque algo tiene que cambiar. En los 111 años que lleva funcionando el Subte, Buenos Aires creció, se expandió hacia arriba, hacia los costados y hasta hacia abajo. Pero, ¿es esta la forma en la que queremos crecer?
Los recorridos subterráneos seguirán siendo parte de nuestras vidas. Lo que podríamos cambiar es cómo los vivimos. Tal vez sea hora de poner la mochila hacia adelante, prestar atención si alguien que lo necesita se sube y dejarle el asiento. O mejor aún, levantar la vista del celular y encarar el viaje con una perspectiva más comunitaria.
Porque viajar en subte, como vivir en una ciudad, debería ser algo más que una experiencia de supervivencia diaria. Debería ser un espacio donde nos reconozcamos como parte de una comunidad, donde todes tengamos lugar.